El declive de la industria americana es un espejo en el que puede mirarse Europa para frenar su preocupante giro a la mediocridad económica. ...
“Yo pensaba que hacer negocios en los grandes territorios industriales de Estados Unidos era algo así como ponerme al frente de la punta de lanza del mundo capitalista. Y no. Más que ser un sueño, es una pesadilla”.
Así se duro y tajante se mostró el empresario sueco Michael Treschow cuando le preguntaron por su periplo al frente del gran conglomerado Atlas Copco, que presidió durante los años 90. Lejos de haberse topado con una industria pujante y competitiva, lo que halló fue un auténtico elefante blanco, sostenido a duras penas por las autoridades federales y estatales a golpe de ayudas y prebendas cada vez más insuficientes para evitar lo inevitable.
En su último libro, titulado “Abierto” (2020), el analista Johan Norberg repasa el periplo de su compatriota y cuenta algunas anécdotas desternillantes, como la de una empresa vinculada a Atlas Copco que se dedicaba a la producción de neumáticos y, en plena década de 1990, seguía transmitiendo energía a las máquinas con ejes de línea y correas de cuero, una práctica que no se veía desde hace décadas en las fábricas europeas.
El atraso tecnológico tenía mucho que ver con la falta de ajustes y reformas en los procesos productivos del conglomerado. Cualquier intento de reordenar los recursos humanos en busca de una mayor productividad topaba con los privilegios sindicales codificados en las normas laborales de los Estados del cinturón industrial norteamericano.
Norberg, conocido por su activismo en defensa del libre comercio, repasa lo sucedido en la industria estadounidense y vincula su declive a distintos factores. Sería fácil culpar a la globalización, pero lo cierto es que esta región perdió más empleos y fábricas antes de 1980 que después. La clave, pues, no está en el auge del comercio con China, en las nuevas reglas librecambistas de la OMC o en demás procesos globalizadores, sino en factores internos que llevaron a estas industrias al declive.
No hay que olvidar, de hecho, que la posición de liderazgo que alcanzó la economía industrial estadounidense en los años 50 bebía, en gran medida, del total y absoluto hundimiento de la economía europea tras la II Guerra Mundial. En cuanto el Viejo Continente empezó a sacudirse las consecuencias del conflicto y puso en marcha su maquinaria capitalista, esa ventaja relativa del cinturón industrial se fue disipando.
La respuesta de las élites empresariales estadounidenses no estuvo a la altura. Como explica Norberg, “se conformaron con defender su posición de liderazgo, en vez de asumir reestructuraciones y ajustes que los habrían mantenido competitivos a largo plazo. Eran referentes a nivel global, pero no dudaban en presionar (con éxito) a las autoridades estatales y federales de Estados Unidos para reclamar protección ante la competencia y las reglas antimonopolio. En vez de molestarse en asumir cambios dolorosos que hubieran mantenido en forma el dinamismo de la empresa en el largo plazo, buscaban favores políticos que retrasaran el ajuste”.
Al mismo tiempo, la presión sindical ha sido fundamental para reducir la competitividad de las industrias afectadas. La prueba del algodón es la comparativa entre el empleo creado en aquellos territorios donde las centrales de trabajadores siguen imponiendo la negociación colectiva, los convenios sectoriales y otros privilegios negociadores y los Estados de la Unión que, mediante las leyes de “derecho al trabajo”, están facilitando e incentivando unas relaciones laborales acordes al siglo XXI y basadas en acuerdos descentralizados y ligados a la productividad.
Según los estudios disponibles, si analizamos las 100 ciudades que más han crecido en Estados Unidos durante las últimas décadas, unas 77 están ubicadas en territorios con leyes de “derecho al trabajo”. Anthony Davies va más allá y estima que en todos y cada uno de los años que van de 1985 a 2020, los Estados con más libertad económica y leyes de “derecho al trabajo” han tenido más crecimiento económico y demográfico, menos desempleo y pobreza y, curiosamente, una distribución más equitativa de la renta, algo que resultará especialmente sangrante a quienes defienden que este tipo de medidas económicas conducen precisamente al escenario contrario, es decir, a la explosión de la desigualdad.
Norberg recalca que “los sindicatos del cinturón industrial aspiraban a mejorar continuamente las retribuciones de trabajadores cada vez menos productivos”. Mientras tanto, “en los territorios con leyes de “derecho al trabajo” se minimizaba el peso de los sindicatos y, por el camino, se lograba que las industrias del sur fuesen ganando relevancia en la economía y la industria nacional”.
En cambio, en lo cinturón industrial la amenaza de huelga era constante, los salarios aumentaban sin control y los contratos en vigor impedían cualquier ajuste, de modo que los salarios eran hasta un 15 por ciento mayores. Sin embargo, los márgenes empresariales se iban achicando y la fuga a otros territorios empezó a producirse. A veces eran las propias compañías las que derivaban su actividad a otros Estados. Otras veces se producía una combinación que conjugaba el cierre de empresas industriales en los territorios más intervencionistas con la apertura de negocios dedicados al mismo sector en áreas más liberalizadas. La globalización, pues, solo ha acelerado el proceso.
Pero, más que fijarnos en el comercio internacional, la clave para entender lo ocurrido está también en la tecnología desplegada en las industrias. Desde 1990, el empleo total de la industria automovilística ha crecido en apenas 20.000 puestos de trabajo, pero su salario medio ha crecido un 70 por ciento y la facturación también ha experimentado un notable aumento respecto a los niveles de hace treinta años. ¿Qué ha ocurrido? En esencia, que la robotización de tareas ha permitido hacer más con menos, generando mucha más producción con un nivel solo ligeramente superior de trabajadores.
¿Puede el proteccionismo evitar ese declive? Un buen ejemplo de aplicación directa para la automoción es el de la política de aranceles a los neumáticos introducida por el presidente Barack Obama en 2009. Aunque la prensa internacional no recibió aquello entre denuncias de “proteccionismo” o gritos contra la “guerra comercial”, el presidente demócrata no dudó en apostar por este tipo de medidas. ¿Qué resultado tuvieron, no obstante? Los estudios realizados estiman que resultaron en la pérdida de tres empleos por cada puesto de trabajo salvado, un cálculo que podría pecar de optimista, puesto que fue realizado antes de que otros países adoptasen medidas equivalentes e impusiesen nuevos aranceles a la automoción estadounidense y sus productos derivados y auxiliares.
Desde una perspectiva europea, la experiencia de la industria estadounidense resulta esclarecedora. La narrativa política ha barajado distintas causas, desde la desigualdad económica planteada durante la Era Obama al discurso crítico con el libre comercio de la Administración Trump. En cambio, los datos muestran que la decadencia del sector secundario se ha producido por otras causas.
Por un lado están las regulaciones y trabas de los territorios más intervencionistas, que favorecen la salida de capital y trabajadores con rumbo a otras latitudes. Por otro lado están las medidas tendentes a reducir la flexibilidad en materia de contratación, que apuestan por darle a los sindicatos un poder vertical sobre toda la industria. Y finalmente está el impacto de la tecnología, que acelera y agiliza cambios productivos. Todos estos factores han hecho que el cinturón industrial de Estados Unidos pase de ser un referente de excelencia a un ejemplo de decadencia.
J. D. Vance toca la cuestión del declive social provocado por el desplome industrial en su preciosa obra “Hilbilly Elegy”. Las estadísticas respaldan que su experiencia no ha sido un caso aislado. Lo que antaño eran vibrantes ciudades capitalistas hoy son viejos cementerios de corporaciones arruinados por el intervencionismo salvaje y el sindicalismo anti-mercado. Los resultados son millones de personas desplazadas que ven a diario cómo su cultura, su identidad y su pasado arden en las llamas de la decadencia económica.
Mucho se ha hablado de la crisis de los opioides, del declive de la clase media en la América blanca, del miedo a la competencia con China… pero poco se ha dicho sobre los factores que, en última instancia, han provocado el declive de estos territorios. Dentro de Estados Unidos existe, en cambio, una luz que ofrece esperanza. Y es que, a pesar de que el cinturón industrial ha ido a menos, los territorios del sur que han apostado por las leyes de “derecho al trabajo” han seguido la trayectoria opuesta y han ganado peso sobre la economía y la industria estadounidense.
A este lado del Atlántico, deberíamos preguntarnos qué están haciendo mal algunas de las principales economías del Viejo Continente, puesto que su gloria pasada ya no es suficiente para enmascarar un lento pero cada vez más evidente declive. Si crecemos menos, tenemos más paro y reaccionamos torpe y tardíamente ante shocks como la Gran Recesión o la pandemia del coronavirus, puede ser porque algunas de nuestras estructuras económicas se están oxidando y, lo que es peor, nuestros políticos no solo no están haciendo mucho para remediarlo, sino que están permitiendo ese giro a peor a base de introducir más y más regulaciones que pueden resultar deseables si se analizan aisladamente, pero resultan inasumible cuando consideramos la montaña de obligaciones, requisitos, prohibiciones y restricciones que enfrentan los productores europeos, sobre todo en comparación con sus pares de otros continentes, cuya actividad cotidiana se produce en un entorno mucho más favorable para hacer negocios, crear empleo e invertir.
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