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Experto danés

Entrevista con Bjorn Lomborg sobre medio ambiente y economía (Parte 1)

Charlotte Carlberg Bärg

Tras el éxito de "El ecologista escéptico", vuelve a la carga con "Falsa alarma", un ensayo en el que pide un equilibrio coste-beneficio en las políticas climáticos. ...

Las políticas climáticas se han convertido en uno de los pilares centrales de la acción de gobierno de la nueva Comisión Europea que preside Úrsula von der Leyen. Incluso en medio de una pandemia y de una recesión económica sin precedentes en la historia de la UE, Bruselas sigue haciendo que el grueso de su acción política gire en torno a la adopción de medidas contra el cambio climático que, a menudo, se traducen en costosas restricciones y limitaciones a la actividad privada.

Es por eso que THE CONSERVATIVE ha querido charlar con un experto en el estudio de este tipo de políticas desde una perspectiva equilibrada, basada en conjugar el análisis de los beneficios esperados con los costes que supone introducir nuevas regulaciones y prohibiciones en la vida de las empresas y de los ciudadanos.

A sus 55 años, Bjorn Lomborg es una de las voces más influyentes en el debate sobre el cambio climático y el medio ambiente. Desde el lanzamiento de su libro El ecologista escéptico hace casi veinte años, este intelectual danés se ha convertido en un referente a nivel mundial, sobre todo por su capacidad para analizar propuestas climáticas a partir de estudios de coste-beneficio que buscan un equilibrio entre la mitigación del daño medioambiental y la preservación del crecimiento económico. Ha protagonizado documentales, escrito cientos de artículos de opinión y ofrecido conferencias por todo el mundo.

A finales del pasado año 2020, Lomborg publicó Falsa Alarma, un ensayo que ya se ha convertido en un best seller en el mercado estadounidense y que ya ha empezado a llegar a las librerías europeas. Su nueva obra ofrece una perspectiva serena del debate climático y plantea la importancia de buscar escenarios eficientes que tengan mejores resultados y un menor coste para la actividad social y económica.

La pandemia ha supuesto un parón productivo tan acusado que las emisiones de CO2 se han desplomado de manera drástica. ¿Es un ensayo general de lo que pasaría si se aprueban medidas tremendamente restrictivas en este campo?

Es evidente que, debido a la pandemia, hemos registrado muchas menos emisiones contaminantes pero no tiene sentido ignorar cuál ha sido el coste que hemos pagado para lograr esa reducción. Tenemos millones de fallecidos, la pobreza está subiendo, las economías están colapsando… Es algo totalmente insostenible.

Nadie quiere vivir en un mundo así y creo que esto nos recuerda algo muy importante: hasta la fecha, solo se han logrado reducciones drásticas de las emisiones de CO2 a partir de graves “frenazos” en la actividad económica. Por lo tanto, tenemos que replantearnos cómo lidiamos con el cambio climático, porque no tiene sentido solucionar un problema a base de multiplicar otros males.

Para que quede claro: Vd. no niega que exista un problema, pero sí afirma que el debate en torno al cambio climático está marcado por el alarmismo.

Me defino como un realista en materia de cambio climático. Coincido con la tesis central de los informes de la ONU: creo que las temperaturas están tendiendo a subir, que la actividad económica del hombre exacerba ese aumento y que todo esto puede tener consecuencias negativas. Pero, de igual manera, creo que es fundamental decir que no podemos tratar este asunto como algo más grave de lo que realmente es.

A menudo vemos que los políticos exageran la gravedad de determinados problemas para atraer un mayor apoyo hacia sus causas. No ocurre solo con el cambio climático. Pero no tenemos que basar el debate sobre estas cuestiones en el miedo, generando un alarmismo excesivo porque, si tomamos soluciones de esa forma, acabamos apostando por políticas que son muy costosas y que son muy eficientes.

Pensemos, por ejemplo, en el coche eléctrico. Se ofrecen muchas ayudas a esta tecnología, con subsidios de 5.000 euros o más en muchos países europeos, pero la caída de emisiones equivalente es muy pequeña, se compra a 300 euros en los mercados de emisiones. Por lo tanto, no hay que destinar mucho dinero a financiar programas que nos hacen sentir, pero que no tienen un impacto notable. Hay que ser eficientes.

¿A quién le echamos la culpa de ese alarmismo? ¿Al panel de científicos de la ONU, a los políticos, a los medios, a activistas como Greta Thunberg…?

Más que hablar de culpas, lo importante es hablar de soluciones, pero no nos engañemos, hay factores clave en este debate. Los medios, por ejemplo, tienden a cubrir las malas noticias y no tanto las buenas. Max Roser, de la Universidad de Oxford, ha explicado que, durante los últimos veinticinco años, la pobreza ha bajado a un ritmo de 130.000 personas cada día. ¿Qué portada de periódico ha recogido esa evolución histórica y extraordinariamente positiva? Ninguna.

Y con el cambio climático pasa algo parecido. A veces salen noticias esperanzadoras, pero no reciben tanta atención. Sin embargo, la cobertura alarmista “vende”, porque arrastra mucho más audiencia, genera más atención… Eso sin duda aumenta la atención que se le presta a estos temas, pero también hace que el debate sea demasiado encendido, poco sereno.

Los políticos también participan en este juego, al igual que hacen organismos como la UE o la ONU, porque todos buscan tener más recursos bajo su control para así tomar decisiones referidas a este problema. Lo mismo ocurre con las ONG y los activistas. Sin embargo, no deberíamos cultivar este tipo de debates. Hay que leer los informes, tomar decisiones y buscar siempre el equilibrio entre el coste y el beneficio.

Basándose en los modelos de referencia, por ejemplo los del Premio Nobel William Nordhaus, Vd. ha apuntado que el impacto sobre el PIB es asumible ¿Cuánto nos va a costar y cuánta riqueza vamos a perder si se cumplen las previsiones que escuchamos a diario?

Todos los escenarios que se plantean a futuro parten de que el mundo será mucho más rico en el año 2120 que en 2020. Mucho más rico. Nadie duda de eso. Al contrario, se asume que habrá una clase media más grande a nivel global, que la pobreza seguirá bajando de forma significativa, que viviremos más y más años, que tendremos mejor salud, etc. En 2075, por ejemplo, se estima que el ciudadano medio del mundo será tres veces más rico que hoy.

Partiendo de esa base, el cambio climático va a golpear el nivel de vida de los ciudadanos. Nordhaus y otros economistas han calculado cuál será el impacto que va a tener el cambio climático en nuestro bienestar. Y, cuando cruzamos unos cálculos con otros, encontramos que todas estas estimaciones significan que seremos solo un poco menos prósperos si se dan los supuestos más pesimistas. En el peor de los casos, nuestro nivel de vida se reducirá un 2%. No vamos, pues, a una distopia digna de Hollywood en la que todos nos arruinamos, sino a un mundo más rico.

William Nordhaus admite que el impacto económico es manejable, pero advierte sobre el coste de los “puntos de no retorno”, escenarios climáticos que se desencadenan sin posibilidad de reversión en caso de que se rebasen ciertos niveles de calentamiento en las temperaturas. ¿Qué opina?

La clave siempre es la adaptación. Tomemos por ejemplo el caso del aumento del nivel del mar. Según las previsiones que se manejan, alrededor de 190 millones de personas podrían vivir en regiones que se pueden ver afectadas por esta evolución. Sin embargo, esa proyección es estática, porque asume que nadie construirá puentes, diques o infraestructuras de refuerzo que permitan amortiguar ese aumento del nivel del mar. Por eso no tiene sentido fijarnos solamente en una estimación de ese tipo, hay que tener en cuenta que tenemos la capacidad de adaptarnos a las circunstancias y, de hecho, tenemos que invertir en ello estableciendo cálculos sensatos.

¿Qué opina del fracking o de la energía nuclear? Como bien sabe, estas dos fuentes de energía están fuera del discurso políticamente correcto en buena parte de las democracias europeas, pero los datos disponibles sugieren que puede ser muy complicado lograr mejoras en materia de emisiones y de eficiencia sin contar con este tipo de producción…

El fracking tiene impactos negativos, pero se pueden controlar y eso hay que decirlo. En Estados Unidos se ha estimado que el impacto negativo neto de la actividad del fracking equivale a 25.000 millones de dólares. Ese coste se deriva de la polución de acuíferos y, sobre todo, del tráfico rodado que transporta el combustible. Pero, al mismo tiempo, el fracking inyecta alrededor de 160.000 millones a la economía estadounidense solo de forma directa, a lo que hay que sumar el beneficio indirecto o inducido. Por lo tanto, lo sensato es actuar para mitigar los daños, por ejemplo con infraestructuras que reduzcan el impacto del transporte de esa nueva energía producida, pero en ningún caso hay que eliminar por completo algo que claramente arroja un saldo positivo.

No hay que olvidar, de hecho, que el fracking está sustituyendo el peso del carbón en el mix energético estadounidense, de modo que tiene un efecto sustitución potente que está contribuyendo de forma directa a reducir las emisiones contaminantes en Estados Unidos. Si incorporamos eso en el cálculo del impacto negativo, quizá incluso se anula por completo. Estamos, pues, ante una tecnología viable que deberíamos explorar, potenciar y, evidentemente, seguir mejorando para que el equilibrio coste-beneficio sea aún más rentable.

La energía nuclear, por otro lado, tiene muchas posibilidades, pero el problema que tiene es el precio de desplegar sus actuales versiones de manera masiva y segura. Por eso, creo que es importante acelerar la cuarta generación de la tecnología nuclear, porque por esa es la vía más barata para lograr nuevos avances.

(Continuará)

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