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De Smith a Piketty

La igualdad en el pensamiento económico europeo

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Desde la Escuela de Salamanca, el pensamiento económico del Viejo Continente se ha preguntado por la cuestión de la desigualdad económica. ...

La igualdad en el pensamiento económico europeo

FUENTES NAVARRO | THE CONSERVATIVE

El concepto de igualdad, y la obsesión igualitaria, están en el centro del debate político, económico y social desde hace una docena de años, cuando el estallido de la Gran Recesión reavivó el interés por las teorías de nivelación. Pero, ¿qué raigambre histórica tiene esta cuestión en Europa? ¿Cómo han evolucionado las ideas económicas relativas a la igualdad en el Viejo Continente?

Un ensayo de María Blanco publicado por la Fundación Faes al que ha tenido acceso THE CONSERVATIVE plantea que “para un economista teórico, enfrentarse a conceptos como el de “desigualdad” es como caminar hacia el matadero. Por un lado, uno puede fingir que se salva asumiendo tópicos ampliamente difundidos que pretenden que la desigualdad es el enemigo a combatir, sin plantearse nada más. En este caso, la aparente salvación esconde un rotundo fracaso como gestores de las políticas públicas porque se cumple la famosa ley de las consecuencias no deseadas, ya enunciada por Adam Smith, de manera que tratando de lograr el mayor bien para todos, se sacrifica precisamente a la parte de la población menos favorecida y se trunca el camino de la riqueza para los más débiles. Por otro lado, el economista puede afrontar la bondad o maldad de la desigualdad, diseccionar qué aspectos de la misma son incentivos naturales, cómo superar las consecuencias de aquella forma de desigualdad que merme la capacidad de superar la pobreza, y hacerlo con honestidad, al margen de grupos de poder, resultados electorales y popularidad. En este segundo caso, es obvio que quienes velan por el éxito de un partido a toda costa, o por los intereses de los buscadores de rentas de cualquier inspiración política, y en general, quienes se agarran a mensajes demagógicos por falta de otro argumento o por cualquier otra razón, van a emplearse a fondo en la tarea de tergiversar el mensaje para demostrar que, sin duda, eres partidario de la desigualdad y estás al servicio de los poderosos que se sitúan en la cima más elevada de la asimetría y que viven a costa del resto menos favorecido. Pero lo cierto es que hasta los discursos de los más populistas han tenido que sofisticarse para poder continuar defendiendo políticas eco- nómicas sesgadas a su favor”.

En opinión de la economista española, “la idea de que la desigualdad es mala per se no se sostiene, pero es importante entender cómo se han enfrentado los economistas europeos del pasado a esta problemática, para entender mejor cómo hemos llegado al debate que tenemos hoy en día. Así, a lo largo de la historia de las ideas económicas, la desigualdad se ha planteado por lo general como algo natural, derivado de hechos inevitables muy dispares, como el lugar de nacimiento, las diferentes capacidades que distintos individuos poseen de nacimiento, pero también de circunstancias favorables no relacionadas con el mérito propio, como la herencia, los premios de lotería, etc. En este sentido, el momento histórico, que imprime una determinada idiosincrasia y una manera de enfrentarse al mundo en cada sociedad, ha determinado en gran medida el pensamiento económico. De modo que, cuando la estructura social se basaba en capas casi impermeabilizadas que determinaban el destino de cada persona por su nacimiento, los pensadores económicos solían ocuparse de estudiar cómo mejorar las condiciones de los más pobres, el ahorro, la libertad de todos, pero especialmente de los pobres, de salir adelante en función de sus fines y no de- pendiendo de lo que los más favorecidos decidieran por ellos”.

Blanco pone como ejemplo perfecto de este tipo de debates “el mantenido por Domingo de Soto y otros autores de la Escuela de Salamanca en el siglo XVI. El dominico, autor de la obra Deliberacion de la causa de los pobres publicada en 1545, consideraba que el pobre tiene derecho a mendigar sin que las autoridades municipales se lo prohíban, porque es responsabilidad suya asumir el deshonor de pedir por la calle. Desconfía de Soto de quienes proponen recluir a los mendigos en casas municipales y obligar a trabajar a los llamados “pobres fingidos” (aquellos que pudiendo ganarse la vida por sí mismos, prefieren vivir de la caridad por indolencia) por un salario menor al de mercado. Considera que este control propicia situaciones de abuso hacia los pobres por parte de la administración y defiende la dignidad del pobre y la libertad tanto de quien pide como de quien da. En ningún momento se trata de eliminar desigualdades económicas o sociales que quebrantarían el orden establecido”.

Posteriormente “se plantean factores como la educación como la clave para sobrepasar las circunstancias ligadas al nacimiento; en concreto, hay que esperar hasta la época ilustrada, cuando la filosofía de que el hombre es como la “tabla rasa” sobre la que la razón y el conocimiento cincela para mejorar la condición humana, penetra en las capas sociales. No en vano, la obra más reconocida del autor económico más destacado de la Ilustración escocesa, Adam Smith, se intitula “Investigación sobre las causas que determinan la riqueza de las naciones” (1776) y pretende, como indica, dar con las claves que explican que unos países sean prósperos mientras que otros no, para lograr, precisamente, que esas naciones dejen de ser pobres y mejorar la situación de las sociedades menos favorecidas. No deja de resultar paradójico que Adam Smith, como icono del liberalismo económico, sea considerado por muchos que seguramente no han leído su obra como el defensor de los ricos y las desigualdades, asumiendo que la mera existencia de ricos es mala en sí misma. A partir de ahí, la historia de las ideas eco- nómicas ha tratado el tema de la desigualdad de diferentes maneras. Mientras que para autores como Adam Smith la desigualdad debería ser asumida como una oportunidad para obtener un beneficio mutuo, para los autores marxistas las desigualdades deberían ser compensadas mediante una redistribución forzosa, siguiendo su máxima: de cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad”.

Pero entonces, ¿favorecía Adam Smith la desigualdad? En principio, Blanco apunta que “la reconocía como un hecho natural y destacaba su papel como incentivo que podía llevar a quienes tienen menos a querer tener más, a mejorar su nivel de vida y la de su familia, y a despertar el ingenio para lograrlo. Además la desigualdad en el ingreso, cuando es meritocrática, permite diferenciar al empresario torpe del habilidoso y al trabajador eficiente del que no lo es. Pero el análisis de la cuestión por los estudiosos de Smith no es tan simple. Una cosa es reconocer la desigualdad como hecho y otra apoyarla o promocionarla. Así se analiza la afirmación de Smith, según la cual es preferible una sociedad opulenta y civilizada pero desigual que una sociedad más igualitaria pero pobre y primitiva. Pero hay que añadir a esta afirmación cuál es la mejor manera, de acuerdo con el autor, para alcanzar esa opulencia. La acumulación de capital y la división del trabajo son dos de los puntales más importantes. La eliminación de privilegios, especialmente a los empresarios, de los que tiene una opinión bastante mala y a quienes se refiere cuando dice que cuando hay dos o más de ellos juntos es seguro que están conspirando contra el consumidor, es otro aspecto importante. Además, Smith asume que el crecimiento económico, consecuencia de su sistema de libertad natural, llevará a un aumento de los salarios y, a largo plazo, a un suave descenso de la tasa de crecimiento de los beneficios. Simplemente propone la creación de un marco jurídico e institucional en el que la competencia y las expectativas interactúen permitiendo la mejora de la situación de todos: pobres y ricos. Su idea de aplicar un impuesto a las rentas que no procedan del trabajo (nótese que no se trata de un impuesto sobre los beneficios) y sobre el consumo de bienes de lujo para que el Estado financie aquellas iniciativas que el sector privado no considere, pero que supongan un beneficio para la comunidad, es complementaria a su propuesta para lograr una sociedad opulenta y menos desigual. Adam Smith, a pesar de que no vivió los resultados de la industrialización en el Reino Unido, mostró un gran conocimiento acerca de la idea de mejora y progreso y le concedía una gran importancia en el desarrollo de las naciones a largo plazo: “El uniforme, constante e ininterrumpido esfuerzo de cada hombre para mejorar su condición es con frecuencia lo suficientemente potente como para mantener el progreso natural de las cosas hacia la mejora, a pesar de la extravagancia del gobierno, y de los mayores errores de la administración”. Después de Smith, sus seguidores, los economistas ingleses del siglo XIX de la Escuela Clásica de Economía, centraron su énfasis en la libertad de comercio como un instrumento que había de servir no tanto para redistribuir las rentas de los países o de las personas, sino para facilitar que los menos favorecidos se enriquezcan y salgan de su situación de penuria”.

En este sentido, el mercado, “cuando no está sesgado por los privilegios otorgados por el soberano, aparece como el mejor redistribuidor. El intercambio voluntario, lejos de ser percibido como una batalla en la que unos explotan y otros son explotados (como sucedía con los mercantilistas, y después con el marxismo y el socialismo radical de nuestros días), era un mecanismo movido por las diferencias de rentas, capacidades y necesidades entre los individuos que de manera pacífica permitía transferencias entre las naciones. David Ricardo, por ejemplo, estudió mediante una primitiva modelización la distribución de la renta entre los factores de producción. Es lo que se conoce como teoría de la iputación, que trata de analizar qué parte del ingreso remunera, y cuánto, cada uno de los factores que, a su vez, contribuyen a generar ese ingreso. Tanto Ricardo como sus contemporáneos estaban interesados en saber si un aumento de los ingresos generaría una mejora en los salarios, en los beneficios, o iría a manos de los rentistas de la tierra. Pero su objetivo no era precisamente proponer una actuación del Estado para que los trabajadores se vieran más repercutidos por el aumento de los ingresos, sino, por el contrario, animar a que se derogaran las Leyes del Cereal que restringían el comercio de cereal con Francia para que la libertad económica permitiera un aumento de los salarios, de los beneficios y de las rentas de la tierra. Precisamente, con su modelo, conocido como “sistema de Ricardo”, se dirigía a los terratenientes y les demostraba que la restricción comercial también les perjudicaba a ellos. La teoría de la ventaja comparativa de David Ricardo también estudia cómo se reparten los beneficios del comercio, pero no hay intención en absoluto de imponer un sistema igualitarista, sino que, de nuevo, se trata de considerar cómo obtener el máximo beneficio del libre comercio aprovechando la dotación inicial de recursos de cada país, porque es el libre comercio lo que va a enriquecer incluso a aquellas naciones con una dotación de recursos aparentemente peor. En este sentido, David Hume, contemporáneo y amigo de Smith, marca cuál era la tendencia entre estos autores. Para Hume, la falacia mercantilista que planteaba el comercio internacional como una guerra donde unos ganaban y otros perdían olvidaba que, para que un país venda sus productos tiene que haber otro país lo suficientemente rico como para poder adquirirlos. El igualitarismo que lleva al empobrecimiento lamina la generación de riqueza especialmente de los menos favorecidos”.

En cambio, “el último de los clásicos, el inglés John Stuart Mill, probablemente uno de los primeros ideólogos de la socialdemocracia, que defendía la propiedad privada y el libre comercio pero también leyes que penalizaban la herencia, habla más explícitamente del tema de la desigualdad en un tono mucho más moderno. El Libro I de los Principios de Economía Polí- tica (1848) de John Stuart Mill se titula “Producción” y el Libro II “Distribución”. Al principio del segundo tomo, Mill escribió: “los principios que han sido expuestos en la primera parte de este tratado son, en ciertos aspectos, fuertemente distinguibles de los que ahora estamos a punto de considerar. Las leyes y las condiciones de la producción de riqueza participan del carácter de las verdades físicas. No hay nada opcional o arbitraria en ellas. (.../...) No sucede así con la distribución de la riqueza. Es una cuestión que atañe a las instituciones humanas exclusivamente. Las cosas una vez allí, la humanidad, individual o colectivamente, se puede hacer con ellos lo que les gusta. ... La distribución de la riqueza, por lo tanto, depende de las leyes y costumbres de la sociedad“. Y a partir de esta declaración, Mill propone reformas institucionales como medio para crear una sociedad más igualitaria. Eso sí: papel del Estado, en este sentido, debe ser sobre todo formativo, más que penalizador. La educación del pueblo mediante leyes que establezcan los incentivos correctos es fundamental. Pero eso no implica un sistema educativo intervencionista, planificado y planificador como el actual”.

Si nos acercamos al tiempo actual, podemos ver que el clima de ideas se ha deteriorado notablemente y buena parte del discurso sobre la igualdad recae en viejos prejuicios de suma cero, más propios del marxismo que de las nociones económicas clásicas que la historia ha sostenido precisamente por demostrar una innegable vigencia en circunstancias modernas. Quizá el autor que más ha incidido en una mirada pesimista a la cuestión de la desigualdad es el francés Thomas Piketty, cuyo ensayo “El capital en el siglo XXI” prefigura una explosión de las diferencias económicas en el futuro. Sin embargo, sus propios estudios muestran una clara brecha entre la evolución de la equidad salarial en Estados Unidos y Europa, demostrando que sus predicciones no encajan en la realidad distributiva del Viejo Continente.

Pero entonces, ¿implica esto último que Piketty sí tiene razón en clave estadounidense? Parte del aumento de la desigualdad que detecta el galo se explica por el boom de las empresas tecnológicas norteamericanas, que han conquistado mercados globales beneficiando a emprendedores del país del Tío Sam, generando un enriquecimiento muy súbito que solo obedece al 0,1% más rico del país. En cuanto al resto de ciudadanos acaudalados (el 10% de mayor renta), los datos muestran que  la tasa de rotación en dicho colectivo es muy alta y que el impacto de los impuestos y las transferencias anulan buena parte de la desigualdad de renta. Por tanto, tampoco se puede decir que las intuiciones de Piketty sean aplicables al caso norteamericano.

Lo que sí sabemos es que aquella Europa de los siglos XVI y XVII que empezó a preguntarse por la desigualdad es hoy un continente rico, en el que la carencia material severa afecta a menos del 5% de la población y las diferencias de renta o patrimonio están a la cola del mundo. Y Estados Unidos, que entonces era una provincia de ultramar, es hoy paradigma de desarrollo y prosperidad socioeconómica. Todo gracias a una visión del mercado consistente con los teóricos europeos de antaño, citados por Blanco y ciertamente convertidos en referentes por su acertado criterio anticipativo.

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