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Occidente debe sobrevivir

La agonía de Occidente (III). Un atisbo de esperanza

Occidente necesita un despertar general, y esto pasa por la realización, de mano de cada uno de nosotros, del enorme valor que posee nuestra vida vivida con plenitud, y la huella que esta puede dejar tanto en nuestra sociedad como en las que vendrán...

Mi último artículo sostenía que el principal desafío de Occidente no es de carácter externo, sino interno; no es una amenaza sino su propia debilidad. Y me preguntaba en la conclusión si podemos cambiar el curso autodestructivo; suicida, que nosotros mismos hemos trazado, o si, por el contrario, hemos de pronunciar el lapidario alea iacta est.

Pues bien, la respuesta quizá sorprenda a más de uno en los tiempos apocalípticos que corren, pero ha de ser necesariamente afirmativa. No podemos permitirnos el lujo de dar a Occidente por perdido. Esta es, no obstante, una hercúlea tarea. Y como toda meta alta, la estrategia inteligente (y prudente) es dividirla en retos concretos cuya consecución garantice la del objetivo final.

Un primer estadio es el de preocuparnos por conocer la realidad que nos rodea. El aborregamiento que infecta las sociedades occidentales es del todo inaceptable. Cierto es que la sobreabundancia de información y la manipulación y uso de la misma con fines egoístas, partidistas o simplemente espurios contribuye a la más absoluta ignorancia por parte de la mayoría de la población sobre las agendas de quienes pretenden marcar nuestro destino. Sin embargo, esto tan solo atenúa nuestra responsabilidad, no la elimina. Podemos y debemos hacer más. Ni la dificultad para estar bien informados ni el narcótico del aletargamiento y la ignorancia son excusa suficiente para pronunciar la inevitabilidad del estado actual.

Este paso es en gran parte condición necesaria para el segundo. Y es que este conocimiento de la realidad no es condición suficiente para doblegar la obstinación de nuestra eutanasia, pues a la razón ha de sumársele la libertad. Y es ahí donde ha de dar un paso hacia delante la mayoría silenciosa, que en gran medida también es la mayoría cobarde. La decadencia de Occidente responde, en primer lugar, a la tremenda irresponsabilidad de sus sociedades, pues cada uno de nosotros somos el sagrario de protege nuestros valores. Sin embargo, hemos pecado tanto por acción como por omisión. Esta responsabilidad, por supuesto, es directamente proporcional a la del impacto que nuestra defensa individual hubiese tenido en la preservación de todo aquello que amamos, por lo que hombres de Estado y gobernantes, periodistas y profesores, padres que han desatendido sus obligaciones ostentan mayor culpa que otros. En cualquier caso, Occidente necesita un despertar general, y esto pasa por la realización por parte de cada uno de nosotros del enorme valor que tiene nuestra vida vivida con plenitud y la huella que esta puede dejar tanto para nuestra sociedad como para las que están por venir. Una tarea que ha de realizarse con gran valentía. Conviene recordar aquí las palabras de Thomas Paine: “Si ha de haber conflictos que sea mientras yo viva, que mis hijos puedan vivir en paz”.

En tercer lugar, en Occidente se cristaliza la superación de numerosas dicotomías que han quedado rápidamente relegadas al pasado. Una de ellas es el clásico antagonismo entre el estado y el mercado, del que trataré con más detalle en futuros artículos. Otro, quizá de mayor importancia incluso, es la obsolescencia en el marco político de la dimensión horizontal entre izquierda y derecha y su sustitución por otra vertical cuyos extremos representan la autoridad o la libertad. Es precisamente en este nuevo eje en el que se ubica la línea de falla abismal que se ha creado entre las élites y el conjunto de la sociedad, tanto a nivel internacional como también a nivel nacional. Una creciente desconexión alimentada por la denostación del concepto de ciudadanía ante elementos que presentan una amenaza sobre ella (como es el caso de la inmigración irregular) y que pone en tela de juicio la esencia y funcionalidad de la democracia representativa como la conocemos, así como la confianza en las instituciones. Pues bien, también en este factor creo que todavía no hemos pasado el punto de no retorno. La ciudadanía todavía tiene la capacidad de situar en el poder a unos representantes políticos u otros, o bien desalojarlos. Una capacidad, no obstante, mermada debido a elementos como el del control de la comunicación y la desinformación señalados antes.

Estos tres pasos: conocimiento, valentía y responsabilidad ciudadana, y rendición de cuentas de la clase política y nuestros representantes (vía premio y castigo electoral) a los representados son un posible mecanismo para revertir la situación de decrepitud que manifiesta Occidente. Y aunque hemos de incidir en los tres de manera simultánea, estos pasos se presentan en un orden preciso, por lo que en esta defensa de valores que nos ocupa, ha de incidirse especialmente en el primero de los tres factores: el conocimiento de la realidad que nos rodea. Es precisamente por la importancia de este factor por lo que uno de los principales campos de batalla en las democracias liberales es el de la libertad de expresión y la vigilancia y control digital de la información, como mecanismo para ocultar esta realidad y sustituirla por narrativas manufacturadas. No obstante, conocedores ya de la importancia de Occidente y de su valor intrínseco e instrumental, de los elementos que provocan su agonía y de los posibles mecanismos de defensa frente a este ataque, pongámonos manos a la obra. Despertemos.

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