El Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia refleja que la técnica de poco sirve si la voluntad falla...
Hace dos semanas, el Gobierno de España remitió a Bruselas el documento del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia; un conjunto de más de 2.000 páginas, dividido en 30 "fichas" en las que se detallan las diferentes propuetas y áreas de reforma: gasto público, sostenibilidad del sistema de pensiones, mercado de trabajo. Todo ello bajo el cometido de justificar en qué va a gastar el Ejecutivo de Pedro Sánchez el dinero de Europa y explicar qué reformas va a acometer a cambio.
No es sino el enésimo intento por parte del Gobierno de ganarse el favor de Bruselas, en dinero contante y sonante. Sin embargo, las propuestas que figuran en este Plan, así como en los anteriores, difícilmente van a sacarnos del sumidero por el que parece estar yéndose la economía española y el futuro de los españoles. Y todo ello aún teniendo en cuenta que las propuestas más liberticidas y generadoras de miseria han sido excluidas del plan, como por ejemplo, la de los límites a los precios del mercado del alquiler de vivienda, consensuada ya hace tiempo con Unidas Podemos.
Semejante panorama trae a la memoria lo que acontecía ahora hace poco más de un año. Pues el 16 de abril de 2020, la portavoz del Gobierno y ministra de Hacienda, María Jesús Montero, admitió que las previsiones de la senda de estabilidad presupuestaria han quedado totalmente desfasadas por la crisis de la Covid-19. Se renunciaba, por tanto, a unos Presupuestos Generales del Estado para 2020, prorrogándose así los de 2018 de Cristóbal Montoro. Unos presupuestos tan insuficientes como lo habrían sido los propuestos por el PSOE y Podemos pero que, por lo menos, no disparaban tan desmesuradamente el gasto público, si bien estábamos seguros de que el Gobierno haría añicos cualquier techo de gasto vía real decreto. Porque puede y porque la situación de emergencia le parece legitimarle ante los españoles.
Estas mismas circunstancias excepcionales también fueron las que llevaron a Pedro Sánchez a declarar entonces que resultaba primordial poner en marcha una suerte de Plan Marshall para impulsar el proceso de reconstrucción económica y social en la Unión Europea. El plan original consistió, a grandes rasgos, en una ayuda de unos 12.000 millones de dólares que Estados Unidos ofreció a 16 países europeos entre 1948 y 1951. Esta cantidad, que en la actualidad equivaldría a unos 130.000 millones de dólares, era considerable. Quizá necesaria, pero en ningún caso suficiente para la reconstrucción europea. O tal vez, incluso tampoco lo primero, como demostró la espectacular actuación en el terreno económico de Alemania tras 1945.
Se ha escrito mucho acerca del “milagro alemán”, es decir, el proceso de su extraordinaria recuperación económica en apenas dos décadas tras la Segunda Guerra Mundial. Milagro que no fue más que el resultado de una acertada política económica, marcada por la austeridad, la libertad y el gran nivel de capital humano. Todas ellas características de las que hoy carece nuestro país, por lo que resultaría conveniente, a la par que urgente, avanzar en ellas.
El capital humano es el fruto de una educación técnica y universitaria (que en España se meten, de forma equivocada, en el mismo saco) que difícilmente puede madurar como plan de contingencia en el corto plazo. Una de las incontables asignaturas pendientes que tenemos, y que, por tanto, no podemos esgrimir como arma para hacer frente al panorama de penuria económica que se avecina. Para ello, deberíamos haberlo confrontado antes. Sin embargo, del pasado sí puede extraerse alguna enseñanza aplicable al campo de la austeridad y la libertad, en tiempo y forma suficientes para afrontar la pandemia.
Entre las experiencias previas que puedan servir de guía o, al menos, de inspiración, no hace falta remontarse hasta el caso del país germano. Ni tan siquiera cruzar nuestras fronteras. Y no me refiero aquí a los archiconocidos Pactos de la Moncloa, en boca de todos en el último año ante el llamamiento de algunas fuerzas políticas a reeditarlos. No hay que acudir a la Transición, sino a la España posterior a la Guerra Civil para encontrar el mejor paralelismo. Y no lo afirmo con ánimo alarmista, sino atendiendo a los datos, que hoy revelan que la debacle económica desatada por el coronavirus superará en mucho a la de 2008, y nos internará en un periodo cuyo antecedente más próximo en el tiempo, en cuanto a su gravedad, se halla en la España desolada de la posguerra durante la primera etapa del franquismo (1939-1959). El PIB creció muy poco durante los años cuarenta, y la renta per cápita no recuperó el valor de 1935 hasta 1953. Tanto es así que muchos economistas tachan de perdida la primera década de la posguerra. España era, junto a Portugal, el país más pobre de Europa occidental, con una deuda pública elevada y un déficit comercial muy alto.
Sin embargo, todo esto cambió en 1959 con el Plan de Estabilización, cuyo artífice principal fue Mariano Navarro Rubio, ministro de Hacienda. Contó para su realización con la inestimable ayuda de, especialmente, su mano derecha, Juan Antonio Ortiz Gracia, así como de Manuel Varela Parache y Enrique Fuentes Quintana, designados por Alberto Ullastres, ministro de Comercio, y Juan Sardá Dexeus, del Banco de España, todos ellos bajo la supervisión última del titular de Hacienda, quien ejerció como verdadero superministro al supeditar Franco el resto de carteras a su Ministerio. Los efectos del Plan no tardaron en llegar: la inflación se redujo desde el 12,6% de 1958 al 2,4% en 1960, las reservas de divisas del Banco de España se multiplicaron, pasando de un saldo negativo de 2 millones de dólares en junio de 1959 a uno positivo de unos 500 millones en diciembre de 1960. También se produjo un superávit en la balanza de pagos de 81 millones de dólares, se abrieron los sectores productivos a la competencia internacional, se estableció la libertad de fijación de precios, y aumentó considerablemente la inversión extranjera a través de la liberalización de la entrada de capitales.
Sin embargo, del Plan de Estabilización no solo fueron relevantes sus consecuencias, sino también sus causas, sin las que nada de lo anterior hubiese visto la luz. Para examinar estas últimas, hay que remontarse dos años antes de su publicación, a 1957, cuando Ortiz Gracia, enviado por Navarro Rubio a Washington D.C. para aprender fórmulas de estabilización económica a nivel mundial, trajo consigo la idea de llevar a cabo un plan que respondiera a este objetivo. Esto entusiasmó al ministro de Hacienda, quien lo convirtió en su cruzada personal. Ullastres, en cambio, se opuso en un inicio, pero, una vez que Navarro Rubio convenció a Franco de su necesidad, su homólogo de Comercio se le unió para conceptualizarlo. Entre otros innumerables encuentros de trabajo, así lo pone también de manifiesto la asistencia de Navarro Rubio y Ullastres a una reunión del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial en otoño de 1958, en Nueva Delhi.
En estos antecedentes del Plan de Estabilización reside precisamente la enseñanza que tanto nos beneficiaría ante la situación de adversidad actual: la de hacer de la necesidad virtud. Esta fue la determinación de Navarro Rubio al apostar por la austeridad y la libertad como las dos grandes herramientas con las que transformar la economía española. Según señala en sus Memorias, para él, la contención de los gastos públicos no constituía la cuadratura del círculo, sino algo absolutamente normal; una clara línea recta, y por ello abogó por el cambio del paradigma de entonces, que se trata también del de hoy: que “todos los gastos, absolutamente todos, tienen que ratificarse. No hay partida presupuestaria que no deba ponerse en entredicho”. Un cuestionamiento que, sin lugar a dudas, cobra plena vigencia, a causa del sectarismo ideológico o el pragmatismo suicida que lleva a blindar ciertos caladeros de votos.
El Plan de Estabilización resultaba demasiado ambicioso para una economía débil y caótica como la española, por lo que, antes de acometerlo, era vital alcanzar la nivelación presupuestaria, lo que dio pie a que Navarro Rubio impulsara numerosas medidas preestabilizadoras, orientadas a dotar al Estado del marco legal adecuado para aumentar los ingresos públicos y minimizar los gastos. Entre otras, destaca la Ley de Reforma Tributaria de 1957, o las aprobadas en 1958 para la reforma del sistema financiero, denominadas leyes instrumentales para la puesta en marcha del Plan.
En este esquema de austeridad y de reforma normativa, ha de enmarcarse una de las notas más características de la actividad de Navarro Rubio al frente del Ministerio de Hacienda: su preocupación por despresupuestar. En lugar de modificar las partidas presupuestarias, práctica habitual (y que casi siempre se produce al alza), optó por modificar los conceptos, partiendo desde cero y devolviendo a los presupuestos únicamente aquellos necesarios. Un modus operandi sencillo: revisar las peticiones que recibía el Ministerio de Hacienda bajo una presunción (iuris tantum) de no idoneidad, de modo que se realizaba un proceso de saneamiento presupuestario eficiente, que descargaba al Erario de transferencias y subvenciones colosales que hacían prever un déficit alarmante. Uno como el que hoy nos asfixia.
Por último, este ministro también adoptó la resolución de que todas aquellas partidas que pudieran solventarse a través del crédito dejasen de figurar en el presupuesto. Como también señala en sus Memorias, los “problemas que pueden resolverse por la vía del préstamo, no parece justo ni conveniente que se busque su resolución con cargo a los presupuestos generales del Estado [...] La puerta presupuestaria debe cerrarse con siete llaves, del modo más absoluto”. Todo esto convendría que lo recordaran nuestros gobernantes. Siempre, pero de modo más apremiante ante situaciones de extraordinaria gravedad como la actual.
Un país sin presupuestos no tiene posibilidades de enfrentarse al futuro con una mínima garantía de éxito, así como tampoco tiene futuro un Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia que no recupera lo que debe ser recuperado, transforma en la dirección equivocada y hace gala de una resiliencia que no es tal. De ahí que resulte prioritaria la existencia de mayorías parlamentarias que aprueben los presupuestos que cada país necesita en su contexto concreto, así como que los Planes presentados a la niñera europea sean racionales y descargados de ideología. No pedimos fantasía, sino tan solo pragmatismo. Esto, que debería ser evidente para todos, desgraciadamente no lo es en la España de Sánchez, en la que seguimos empecinados en gastar más de lo que ingresamos, cuya solución no pasa por ingresar más, sino por gastar mejor. Es por eso que resulta escalofriante que una de las medidas estrella del Gobierno en el Plan presentado a Bruselas sea el de aumentar los ingresos del Estado elevando la fiscalidad de las empresas, los creadores de riqueza y empleo, y las clases medias. A todos sin distinción.
España no necesitaba hace un año ni un Plan Marshall ni coronabonos. Tampoco medidas de rescate o mecanismos de solidaridad sin condicionalidades o responsabilidad. A nuestro país le tocaba sufrir, asumir errores pasados, y tomar las medidas que eviten desastres futuros. Pero quizá ya hemos sufrido demasiado en estos último doce meses, los más aciagos para nuestro país en el plano económico desde la Guerra Civil. Se dice a menudo que las decisiones políticas tienen consecuencias económicas. Pero las decisiones económicas también tienen consecuencias políticas. O así debería ser. Pero el castillo de naipes de La Moncloa parece resistir ahora y siempre al invasor, como la aldea de los irreductibles galos. El Plan de Estabilización constituye un magnífico ejemplo de cómo el buen rumbo económico también trae consigo un feliz desenlace político, dado que no solo significó la ruptura con el periodo de autarquía y trajo consigo un espectacular crecimiento económico, sino que también supuso el comienzo del fin del franquismo, actuando así esta transición económica como auténtica conditio sine qua non de la Transición democrática.
En esta línea, los nuevos Pactos de la Moncloa, nuevo Pacto de Toledo, nuevo Plan de Estabilización, o Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, indiferentemente de su denominación, han de partir siempre de la eliminación de gasto público superfluo, de la ruptura de promesas que no representan sino meras estratagemas con fines electoralistas, de la supresión de redes de dependencia que aniquilan la responsabilidad, el esfuerzo, la iniciativa y la realización personal y profesional. No me refiero aquí a olvidar compromisos adquiridos, sino a hacer honor a los que lo fueron por su valor normativo, por su imperiosa necesidad, por su significado social, porque son de justicia.
La actual crisis debería haber servido para resaltar precisamente eso, lo esencial, a lo que recurrimos cuando todo se tuerce, y no para ahondar en nuestras diferencias y acrecentar la fragmentación y controntación social. Si aquellos hombres pudieron hacerlo ante una situación económica y política tremendamente adversa, por qué no íbamos a ser capaces ahora nosotros. Quizá aquellos eran mejores hombres, porque tenían la técnica, y también la voluntad de cambio. Hoy técnica sobra, pero ¿dónde está la voluntad? Habrá que mirar más allá de La Moncloa para encontrarla. Bien en la oposición a este gobierno criminal, bien en Bruselas. Porque los hombres de negro de la capital belga son ahora el último de nuestros problemas.
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