La inquisitorial imposición de un pensamiento único en el que no tenían cabida ninguna de las más elementales libertades...
El 14 de abril de 1931 fue proclamada la Segunda República Española después de las elecciones municipales en las que las candidaturas republicano-socialistas resultaron vencedoras en 41 de las 50 capitales de provincias. No en toda la nación. El cambio de régimen no se impuso vía referéndum, sino que se forzó tras unos comicios locales en los que tuvieron más votos las fuerzas monárquicas.
A pesar de la verdad, el resultado fue aparentemente interpretado como un plebiscito favorable y deliberadamente utilizado como una excusa por la izquierda de entonces, que tomó la calle provocando el pánico del gobierno y el rey, hasta lograr la proclamación del nuevo régimen ciudad por ciudad. La II República no fue consecuencia del voto.
Sin tener en cuenta el resultado global, el gobierno reconoció la derrota de las candidaturas monárquicas en la mayoría de las capitales de provincia. El almirante Aznar, presidente del Consejo de Ministros, dimitió la noche del 13 y Alcalá Zamora, en nombre del comité revolucionario, exigió al rey que abandonara el país. Alfonso XIII, obviando que la mayoría de los españoles habían votado por opciones monárquicas, obedeció: "Las elecciones celebradas el domingo me revelan claramente que no tengo hoy el amor de mi pueblo", dejó escrito en la nota con la que se despidió de sus compatriotas, antes de salir del Palacio Real la noche del martes 14 de abril rumbo a Cartagena, desde donde abandonó España para siempre.
Nueve décadas después, a diferencia de lo que hoy cuentan en sus páginas los principales periódicos, la II República no se proclamó por la concordia en la España de la época. Tampoco la Constitución de 1931 se redactó para integrar a todos los ciudadanos por medio de la cesión de todos. No tardó en ser evidente que el régimen nacido aquel 14 de abril fue de unos españoles contra la mayoría, como pronto vieron Ortega, Marañón, Unamuno.
La mitológica II República Española, predicada desde los años de Zapatero como el cielo laico de todo español biempensante, fue realmente la inquisitorial imposición de un pensamiento único en el que no cabía ninguna de las más elementales libertades: de expresión, religiosa, de pensamiento. La conciencia fue perseguida hasta la muerte civil y, en no pocas ocasiones, física.
El gobierno del Frente Popular, integrado como hoy por socialistas, comunistas e independentistas, recurrió al golpe militar tras las elecciones de 1934, al fraude electoral en las de 1936 y a la violencia y la mentira durante todo el lustro, para imponer un régimen en el que la oposición fue amenazada, agredida y asesinada, incluido el líder conservador José Calvo Sotelo por el escolta del socialista Indalecio Prieto.
Hoy, los mismos medios de comunicación que mienten sobre las agresiones sufridas por la oposición a manos de partidarios del gobierno hace tan sólo una semana narran la proclamación mitológica de una república onírica 90 años atrás, con más voluntad propagandística que rigor. Con más descaro que credibilidad.
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