El agravio intolerable que para algunos representa el recuerdo de la Transición, es decir de Suárez, es un motivo principal para su reivindicación más que legítima, necesaria...
Cada final de marzo, el recuerdo que un día se olvidara de Adolfo Suárez le reclama como del rayo para un presente que él sólo pudo imaginar futuro. Nuestro primer presidente democrático, más que gestor o intelectual, fue un hombre que vio lo que otros sólo intuyeron. Un político en el sentido más radical que interpretó el tiempo antes de que llegara, lo que le hizo ser artífice principal de nuestro ahora tambaleante régimen de libertades y le permitió entender que el golpe de estado era más contra él que contra un sistema. Alguien a quien la lucidez acompañó en la lectura del futuro de su país hasta que le abandonó sin instrumentos para entender su propia vida.
Siete años atrás, en el inicio de la primavera que le vio pasar a la memoria de España como España había desaparecido de la suya, los que hoy ocupan el Congreso de los Diputados en el que él permaneció de pie ante la tiranía nos dieron la última tregua antes de arrastrarnos al proceso de envilecimiento político más acusado desde la II República y la Guerra Civil. Como entonces, en este último periodo se han dado al tiempo el más radical extremismo y la atomización del arco parlamentario. Un golpe de estado permanente con brotes evidentes puntuales, en el comunismo ha alcanzado cotas institucionales sin precedentes. Aquel octubre en Cataluña, aquella moción de censura, apoyada por chavistas, etarras y golpistas. Estos lodos.
Desde 2014, buena parte de la nación evoca un pasado que para Suárez años antes había dejado de existir. Lo hace, igual que aquel 23 de marzo de 1981 en el que el presidente permaneció de pie en cuerpo y moral, agradecida, en la añoranza del ayer en que democracia, libertad y política tenían significados distintos, más honorables.
En un país en el que parece necesario el sufrimiento para valorar lo que somos, para que exista una voluntad mínimamente común, Adolfo Suárez lideró de forma pacífica una de las más radicales revoluciones de nuestra historia. Frente a la división, propició lo que hoy, sin venir de una dictadura, resulta impensable: el suicidio de un régimen, el acuerdo entre viejos enemigos y la cesión de todos en favor de un proyecto de todos llamado España. Creyó en la democracia, en su oportunidad y en su necesidad como garantía de convivencia, de la ley a la ley. Ese fue su éxito, su obra, viva hasta que otros vieron que resultaba más rentable saltar de la casta a la casta, de Ferraz al Falcon, de Vallecas a Galapagar.
Más allá del duelo, los días tras su muerte supusieron la resurrección de sentimientos si no olvidados, lejanos, perdidos en el tiempo y la nación que un día fue España: la unidad, la voluntad de vivir en concordia, de olvidar. La fe. Sólo una sociedad con un proyecto común más fuerte que el odio puede alcanzar el perdón como compromiso. Aquellos días en torno a la memoria del primer presidente, de vuelta al tiempo, al país y al proyecto que millones de españoles compartieron con él, evidenciaron que aquello que unos llaman desafección por la política es la repulsa generalizada y creciente de la sociedad hacia unos presuntos servidores públicos cuyos privilegios no conocen contraprestaciones. El rechazo a un sistema desinteresado en ofrecer un porvenir fuera de él.
Su cada vez más discreto recuerdo representa todo lo que hoy nos falta. Su memoria evidencia la necesidad generalizada de referentes comunes. El prototipo de lo que hoy no tenemos: un líder para el proyecto que un día abandonamos o nos hicieron abandonar. La perspectiva de las décadas muestra que, más que su arquitecto, Suárez fue la Transición. Presidió no tanto un país como un tiempo en el que la esperanza, la ilusión y el futuro fueron sinónimos. Una época de ciudadanos más que de políticos. De nación más que de partidos. De voluntad más que de elecciones. Encabezó una generación de españoles que hoy ve cada vez más lejos aquellos días inciertos en los que la reconciliación y la libertad se abrieron paso entre el rencor y la revancha. Días que los nietos de quienes se perdonaron y los hijos de quienes no tuvieron que hacerlo no hemos heredado, porque algunos han preferido que la memoria abandonase además de a Suárez a su legado.
Hoy, el agravio intolerable que para algunos representa el recuerdo de la Transición, es decir de Suárez, es un motivo principal para su reivindicación más que legítima, necesaria. La memoria de aquellos días de concordia y de futuro pone en evidencia estos años, ya décadas, de división y de pasado. Algo inadmisible para los beneficiarios de la vileza, responsables en muchos casos de cuidar un legado cuando menos institucional, que se niegan a conservar.
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