Por primera vez en décadas, los catalanes que acudan a las urnas el 14 de febrero lo harán en el contexto de sus preocupaciones diarias, más que de diatribas identitarias....
Las elecciones catalanas, que tradicionalmente han condicionado el debate público en España, por primera vez en décadas no ocupan las portadas de los periódicos nacionales, aún menos de los europeos, ahora centrados en las vacunas y las medidas políticas relacionadas con el virus. Estas semanas, cuando los comicios son noticia, lo son por los actos multitudinarios que celebran los mismos políticos que apenas un mes antes prohibieron a las familias reunirse por Navidad o por las agresiones que cada día sufren los candidatos de Vox a manos de radicales independentistas. El cambio en el debate ha ensombrecido el protagonismo de la secesión entre las preocupaciones sentimentales y políticas de los catalanes, ahora centrados en temas más básicos como la salud, la inmigración ilegal o la oscura previsión económica y laboral.
Si bien la economía es clave en cualquier proceso electoral en cualquier parte del mundo, en Cataluña suele verse eclipsada por el omnipresente debate nacional e identitario. EPICENTER, la red de think tanks europeos, ha elaborado un informe en el que destaca los costes que supondría una hipotética independencia de Cataluña del resto de España y, por tanto, de la Unión Europea.
Desde una perspectiva institucional, el documento concluye que el impacto sería especialmente notorio en las finanzas públicas de la región, caracterizadas por el dudoso honor de presentar la deuda pública más alta de todas las comunidades autónomas, con el 6,48% del total nacional. Así, la ratio deuda/PIB de una Cataluña independiente se dispararía hasta situarse entre el 112% y el 126%. A ello habría que sumar su salida de la zona euro, y la consecuente necesidad de crear una nueva política monetaria esencialmente desde cero.
En cuanto al sector privado, el estudio identifica tres áreas en las que los efectos serían particularmente considerables. En primer lugar, en el comercio exterior, para el que el mercado de la UE representa el 80% de las ventas de Cataluña en el exterior (dentro de él están 17 de sus 20 principales socios comerciales). En segundo lugar, en el turismo –ahora difícil de prever dadas las circunstancias globales–, que durante los meses posteriores a la declaración unilateral de independencia de 2017 registró pérdidas de 319 millones de euros según los hoteleros de la región. Por último, la inversión extranjera, con el 78% es de origen europeo, por lo que la salida de la Unión poco menos que frenaría la entrada de capitales. También hay que considerar la deslocalización de empresas, sobre la que se estima que unas 6.000 empresas han trasladado su sede a otros lugares de España desde octubre de 2017, especialmente a la Comunidad de Madrid.
Por otro lado, a corto plazo, los ingresos fiscales de la administración catalana serían mayores que con el sistema de financiación autonómico español, ya que la región, entonces convertida en estado independiente, gestionaría el importe total recaudado. Sin embargo, eso no implicaría necesariamente que los catalanes disfrutaran de una mayor renta disponible, para lo que el Ejecutivo debería bajar los impuestos proporcionalmente al aumento de los ingresos tributarios. Dada la experiencia y el análisis, parece poco probable, ya que Cataluña es la comunidad con los impuestos más altos independientemente de la renta personal, tiene la peor puntuación en competitividad fiscal y, con 15, el mayor número de impuestos propios. Esto lleva a pensar que la independencia se caracterizaría por un gran intervencionismo.
Además –algo que siempre parecen olvidar los independentistas–, con la secesión llegaría el coste de asumir poderes como Defensa, Justicia o Asuntos Exteriores, supondría un gasto adicional de entre 37.900 y 39.800 millones de euros, lo que desalentaría cualquier intención de reducir la carga fiscal de por parte de los gobernantes de una Cataluña independiente.
Unos días antes de la votación, las encuestas auguran que la fractura social de Cataluña, dividida en dos mitades antagónicas, se verá reflejada en los resultados electorales. Más allá de las conjeturas y las utopías, lo cierto es que, por primera vez en décadas, los catalanes que acudan a las urnas el próximo domingo para determinar la composición de su parlamento regional –todo apunta a que serán pocos– lo harán en el contexto de preocupaciones más de andar por casa, en lugar de las diatribas sentimentales habituales, cuando menos hipotéticas.
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